viernes, 30 de noviembre de 2007

Adiós

Decir adiós es sin duda el significado de que algo ha terminado. Para bien o para mal, nada es infinito. Todas las cosas que conocemos tienen un final. Decirle adiós a un año debería valernos algo bueno, después de todo, un año es un período razonable para haber vivido alguna experiencia de la que podamos haber aprendido algo.


Un año es como un capítulo de nuestras vidas. Sería ideal hacer de cada uno algo interesante.
En un año por lo menos podríamos habernos quemado con una ceniza y haber aprendido a no volver a hacerlo. Algo, lo más mínimo, para no convertir un capítulo de nuestras vidas en la cosa mas indispensable en la historia del ser humano.


Ahora que cerramos otro capítulo, es bueno echar una mirada hacia atrás y podamos sacar conclusiones sobre el período que estamos cerrando. Ojalá que cada uno pueda mirar hacia atrás y sonreír sin arrepentirse de nada y sintiéndose orgullosos de sí mismos. Ojalá que nuestras cuentas sean positivas. 



El tiempo no se devuelve y no hay nada que hacer con lo pasado. Sólo nos queda trazar con cuidado cada paso que damos, pero no con demasiado para que la vida no pase frente a nosotros sin que nos demos cuenta.

domingo, 4 de noviembre de 2007

No sé cómo llamar a estos acontecimientos...

Hace pocos días, me encontraba haciendo trámites de rutina, nada excitante ni motivador. Esperando a ser atendida en uno de esos días en que es mala idea hacer lo que se tiene que hacer porque pareciera que todo el mundo debe hacer lo mismo y exactamente a la misma hora, escuché sin querer a un hombre de avanzada edad que conversaba con otro de unos aproximados 48 años.

El hombre mayor le decía al otro –estoy pesando 120 kilos, no está mal para un hombre de mi edad y mi estatura- con un tono completamente relajado, casi envidiable. Después comprendí el porqué de su holgura al hablar. Le comentó al hombre que lo acompañaba que en su juventud había hecho muchas cosas. Aquel hombre veterano alguna vez fue luchador olímpico y gran deportista en general. También dejó entrever que a lo largo de su vida había hecho muchas cosas, muchas actividades distintas y que además había viajado mucho. – tengo tantas cosas que contar- decía, y el hombre que lo acompañaba escuchaba con un respeto solemne.

Lo que había escuchado no me resultó excesivamente llamativo ni relevante, sólo hasta el momento en que esa conversación volvió a mi mente horas después. Aquel hombre podía morir tranquilo. Había hecho de su vida una historia interesante y tenía mucho que contar a sus nietos, si es que los había. A esas alturas de su vida, no terminaría como la mayoría, arrepentido de no haber hecho cosas y no haber disfrutado la vida.

Fue como una bofetada en el rostro, y más que eso, una puñalada al alma. Me sentí vacía, irrelevante, prescindible. Me di cuenta de que en mis dos décadas de vida, cuando se tiene más fuerza y todas las puertas del mundo se te abren…no había hecho nada, sólo lamentarme. Me convertí en una persona que más allá de quejarse por las circunstancias y atravesarlas, me hice víctima de mi misma.

Unos días antes de que esta revelación me explotara en la cara, leí un artículo de una revista en la que se planteaba la diferencia de las mujeres, entre aquellas que se quejaban como forma de desahogarse, siendo capaces de afrontar los problemas y cambiar las cosas a su favor, y aquellas que se quejan victimizándose y quedándose de brazos cruzados, atormentadas por las cosas difíciles que les toca vivir y se quedan sufriendo y esperando que las cosas cambien por arte de magia. ¿Cuál de los dos tipos era yo?. La respuesta fue bastante evidente.

Anteriormente alguien a quien amo mucho, a decir verdad, la persona más importante en mi vida, me lo había repetido incansablemente en un esfuerzo por lograr hacerme salir de esa realidad que tanto me negué a aceptar. Hoy miro hacia atrás y no puedo encontrar algo que haya hecho en mi vida de lo cual me pueda sentir orgullosa. Sólo me senté a llorar y lamentarme y ver como la vida, con todas sus posibilidades, pasaba frente a mis ojos y yo sin reaccionar.

Algo tenía que pasar para que me diera cuenta. Algo doloroso. Hoy me doy cuenta que mi actitud pasiva e impávida frente a la vida me trajo consecuencias casi imborrables. Además de hacer de mi vida una dramatización, causé mucho dolor a quienes más amo. Hay cosas que ya no puedo remediar. Hay gente a la que abandoné que ya no está aquí para compensar el tiempo perdido, ni siquiera para decir que lo siento, profundamente.

Hoy sólo me queda mirar hacia el presente y dejar de sentir lástima por mí misma, y esperar que aún no sea demasiado tarde para rectificar mi vida y mis acciones, y de paso dejar de lastimar a quienes han tratado de abrirme los ojos.

Tengo veinte años, y nada que contar. Nada agradable. Nada que valga la pena. De lo único que me siento orgullosa es de amar. Una sensación extraña y perturbadora, pero que te hace sentir la vida intensamente. Amé y amo, cosa que creí que jamás podría hacer. Me consideraba una persona demasiado egoísta, pero me impresioné de mi misma cuando descubrí que podía amar a alguien por sobre mi propia vida. Eso es algo de lo que me siento orgullosa, tal vez lo único que valdría la pena recordar cuando tenga setenta años y me encuentre echando un ojo hacia atrás para decir algo sobre mi misma en una cola de supermercado a un extraño que nada podrá llegar a saber o imaginar sobre mí.