domingo, 28 de febrero de 2010

Elocuencia y Connotación

María Grevel escribió una canción a la cual llamó “Júrame”. “Todos dicen que es mentira que te quiero” dice ella. “Es mentira que te quiere” a mi me dicen. No hay como saberlo. El mundo y sus connotaciones han cambiado de una forma que ya no entiendo. Las palabras han perdido fuerza, y más aun, se ha desgastado su valor. El querer ya no es más que una conjugación, un pretérito que jamás llegará a un futuro, ni si quiera condicional, sino condicionado, pero aun así, un futuro al que nunca se podrá llegar, a menos que hablemos de presente, entonces el futuro se hace cada vez más lejano. 

Siglos anteriores, la palabra de alguien lo era todo. Era más valiosa que un contrato de puño y letra. En la palabra de un hombre se empeñaba su honor. Hoy no sé si se dejó de valorar el honor, o el respeto a la palabra de alguien se perdió, así como el valor que se le otorga a su denotación, y peor aun, lo que significa para nosotros. 

No podemos querer. Al menos yo no puedo. Es peligroso, es como hablar en idiomas diferentes. Para todos es distinto. ¿Cómo puedo saber si cuando alguien me dice “te amo” en realidad está queriendo decir que su “amor” es lo que yo entiendo por sólo un “querer”? ¿Qué dirá entonces cuando realmente ama? ¿Soy tu fan Nº 1? ¿You`re so cool?

Cuando la gente ama, suele decir que no puede vivir la vida sin esa otra persona. Yo creo que no amo. Se supone que bajo circunstancias normales, las familias se aman entre sí. Amor de un padre a un hijo, amor de una hija a su madre, o de un hermano a otro. Yo creí que amaba a mi familia, pero ya no. Los quiero, sí. Pero no los amo. ¿Cómo podría explicarse entonces que la persona que más uno espera que le ame, muera, y yo siga con vida?. Aunque bien aprendí, a punta de sufrimiento, que lo que más se ama siempre permanece. A veces creo que ella está conmigo aunque no pueda verla. Tal vez ese sea el amor. Creo que ese ha sido el único amor de mi vida, porque ha superado barreras inimaginables. Lo ha sobrevivido todo.

Es la única vez que empleé bien la palabra “amor”, y la única de la que no me arrepiento. Muchas veces tuve que repetirme a mi misma que lo que más se ama permanece. Así pude darme cuenta de qué es verdadero y qué no lo es.

Me rindo ante el hecho de que nunca nos pondremos de acuerdo al respecto del valor de las cosas que decimos. Primero cada uno debería tener claridad sobre sí mismo. Quién se es, como se siente, como se vibra, como se sufre. No todos piensan lo mismo sobre qué el amor es. Me parece que a cada uno se le podría hacer más fácil es describir lo que es el odio, la decepción, la traición, pero no el amor.

Tal vez una manera de entenderlo sería ir descartando aquellos valores que no lo representa. El odio es casi tan frecuente como el amor, pero es más elocuente. No tiene problemas para ser mencionado. Y con razón. Es más fácil el no esforzarse en hacer las cosas bien y ganarse el odio de los demás, aunque más fácil aun sea culpar a alguien más para no asumir nuestras fallas con los que se supone que nos importan.
He perdido la cuenta de cuantas veces he dicho que odio. Mi abuela me decía que era muy feo decirlo. Decía que el odio no cabía en el corazón de quienes tenían amor en sus vidas. “A dios, debes pedirle amor todos los días; que tu vida este llena de amor y dicha, así es la única forma de vivir como se debe”. Decidí escucharla. Ya no odio. Ahora solo ignoro, y pido que todo lo dañino se aleje de mi vida. Tampoco le deseo mal a nadie…creo. Desearle algún mal a alguien es en cierta medida, odiarse a sí mismo. Una persona que se aprecie de tal no debería permitirse esos sentimientos, después de todo, el odio lo sientes tú. El odio no golpea a la otra persona, no la deja en vela toda la noche ni le llena la cabeza de culpabilidad.
Todo nace en uno mismo. Eso lo aprendí recientemente, en uno de esos vaivenes del corazón buscando descanso. Y gracias a no sé qué, o tal vez a mi mamá, lo encontré. Y cuando mi corazón terminó con la agitación de hace años, cuando estaba a punto de detenerse, llegó mi paz, y nunca más la dejé ir. Comprendí que tenía que tener fe y optimismo, aunque suene como un cliché. La nube que me cubría los ojos se disipó, y pude volver a respirar profundo otra vez. Había olvidado lo que se sentía. Volver a expandir los pulmones, sin que duela, sin sentir una herida que punza. 

Cuando sale el sol todo se seca. Así sucedió con todo lo que derramé. Ya no sentía leche derramada bajo mis pies, ni lágrimas en mi almohada. Me sentía liviana. Cuando se comienza desde ese punto es mucho más fácil continuar así, con claridad.

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